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martes, 10 de abril de 2012

EL DIARIO DEL "MUDO" ALERCIA


El diario del “mudo” Alercia

         
Carlos Altamirano tiene muchos años, casi ochenta, y su vista no es la de antes, pero cada tanto, cuando la tristeza lo invade y presiente su fín, abre el cajón de la mesa de luz y saca un viejo cuaderno, casi amarillo por el paso de los años, y lee hoja por hoja el diario del “mudo” Alercia.
          Altamirano fue guardia cárcel a lo largo de su vida y vivió toda clase de experiencias con los presos que conoció, pero la historia del “mudo”, fue algo muy especial.
          Cuando llegó a la cárcel, un día de invierno con el frío que calaba los huesos,  tenía un aspecto muy desmejorado, sin embargo sus ojos parecían guardar un misterio indefinible que conmovió al guardia. Se miraron como estudiándose y luego, sin mediar palabra, el reo fue alojado en su celda. Tenía una condena a cadena perpetua por haber asesinado a su esposa.
           El hombre se mantuvo distante y casi no hablaba  con sus compañeros. Pasaba los días aparte y con una imagen de Jesús en sus manos. A veces, la miraba con una extraña devoción y sus labios se movían en un rezo silencioso.
           Durante sus días de encierro comenzó a escribir un diario, que por esas cosas del destino, terminó en las manos de Altamirano y decía lo siguiente, en sus cinco últimas páginas:

Día Lunes 5 de Junio

 Jesús, padre amado, este es un día especial para mí. He decidido escribir lo  que me está pasando. Ya no aguanto más. Lucho día a día con la culpa y paso noches enteras tratando de entender lo que hice.
 Matilde, mi amada esposa, era todo para mí y sin embargo ese fatídico día de verano, perdí la razón y la maté. Habíamos discutido tanto que en un momento mi mente se nubló y solo quise acallar la voz que me gritaba. Fue terrible ver su cuerpo inmóvil y sus ojos, que hasta el día de hoy me persiguen, como pidiendo una explicación.
Se está haciendo de noche y no quiero escribir más. Ha sido un tremendo esfuerzo iniciar este diario y hablarte a ti.



Día Martes 6 de Junio

Jesús, padre amado, estoy frente a la hoja en blanco y mi mano tiembla. Quiero tratar de explicar lo que tengo dentro de mi cabeza y no puedo.
Hay noches que Matilde se presenta en mis sueños con una mirada dulce que parece perdonarlo todo. Esa visión repetida me aturde, y me tortura día a día. No puedo esquivarla. Parece que me estuviera llamando. Sé que está contigo y siempre lo estará.

Día Miércoles 7 de Junio

Jesús padre amado, el día es gris y tengo mucho frío. Mi celda es lúgubre. Tiene las paredes descascaradas y el olor es inaguantable. Cada vez parece peor. Siento que debo irme. De alguna forma debo huir de este suplicio. Estoy condenado a cadena perpetua y la verdad es que no tengo ningún motivo para vivir. Matilde era la única razón de mi existencia. Solo me acompaña tu imagen y sabes que no fue mi intención matarla. Yo la amaba, la amo y la amaré por siempre.

Día Jueves 8 de Junio

Jesús, padre amado, no puedo más. Debo hallar una forma de acabar con mi sufrimiento. ¿Pero qué hacer? No tengo un cuchillo para cortar mis venas, ni una cuerda para ahorcarme. Podría no comer, pero será largo y desesperante. Golpearme contra la pared terminaría con este sufrimiento, pero llamaré la atención y todo será en vano. Sé que es una locura y no me lo perdonarías. Es un pecado pero mi angustia ha llegado a un límite.
Estoy mirando tu imagen y te pido una señal. Comencé a creer en ti, porque Matilde me decía que eras nuestro padre salvador y hoy acudo a ti por una respuesta.
Día Viernes 5 de Junio

Jesús padre amado, anoche vi en sueños a Matilde. Ella me habló dulcemente sobre un viaje. Un largo viaje hacia la eterna felicidad.  Me dijo que tenía que tomar una decisión. Debía hacerlo y pronto. Por eso, creo que ha llegado el momento de acabar con todo y emprender el viaje.
Carlos Altamirano cierra el cuaderno y se queda pensativo. Todas las veces le pasa lo mismo. Su mente viaja al pasado y recuerda la mañana en que fue a la celda del “mudo” Alercia, y solo encontró sobre la cama la imagen de Jesús y un cuaderno que decía en su última página:

Jesús, padre amado, me entrego en cuerpo y alma  para que se haga tu voluntad.
  
           El guardia se ha dormido y entre sus manos la imagen de Jesús y el diario del “mudo”, son testigos de una enigmática historia de fé, que dejó perpleja a la justicia de la época.
         “La extraña desaparición” de Alercia se transformó, con el paso del tiempo, en una leyenda que los presos repiten una y otra vez para soportar los días de tristeza y encierro.

Fernando Cianciola©

lunes, 9 de abril de 2012

FRANCISCO ARRIETA


FRANCISCO ARRIETA

Francisco Arrieta había nacido en un pueblito de  las pampas argentinas, y era descendientes de españoles. La vida austera y solitaria era habitual en el lugar, y  la llanura se fundía con el cielo en un horizonte sin fin.  
Desde muy joven decidió dejar el campo para instalarse en la gran ciudad de Buenos Aires. Su padre había fallecido en un accidente de trabajo, dejando  a su esposa e hijos desamparados. Pero Francisco tenía mucha terquedad y coraje, y no tardó tiempo en ponerse al frente de la familia, a pesar que era el del medio entre tres hermanos.
La tarde plomiza en que decidió partir, un viento del sur despeinaba los rulos que caían sobre sus pardos ojos. Caminó hasta el andén del Ferrocarril General Roca y allí esperó. El bolso tenía pocas pilchas y escasos billetes. Su madre, mujer de pocas palabras pero de carácter firme, le había preparado un trozo de queso y pan para el viaje. Un vertiginoso palpitar lo llenó de una rara mezcla de emoción y temor. Su inquebrantable convicción lo empujó a subir al tren.
Vino sólo, con  veintidós años recién cumplidos y la  promesa de trasladar pronto a su madre y  hermanos. Siete meses pasaron, y  Buenos Aires lo deslumbró. Los automóviles de 1952 eran un lujo reservado a las ciudades. Un amigo de la familia, lo recomendó en un taller mecánico. Sus manos permanentemente engrasadas pasaban por su mameluco gris, en un intento frustrado de limpieza; pero a Francisco no le importaba, era feliz.
Todo parecía marchar sobre ruedas, había encontrado una pieza en el barrio de Constitución. La dueña del inquilinato, Doña Carmela, era una gallega salerosa. Su canto provinciano despertaba a los pensionistas, mientras la escoba impiadosa golpeaba las puertas de las demás  habitaciones anunciando el día. Los pasillos tenían pisos lustrosos, que invitaban a bailar un dos por cuatro, al compás de tangos y milongas. Helechos gigantes y catas parlanchinas alegraban el conventillo, igual que el ruido de ollas de la cocina entremezcladas con los gritos de los huéspedes peleando por el único baño. La nueva vida  de Francisco lo alejaba del recuerdo de penurias pasadas y, a su vez lo acercaba a un mundo, que hasta entonces no conocía y lo vivía con intensidad.   
Los muchachos del taller, no tardaron en invitarlo a sus correrías. Los sábados se juntaban en el hipódromo, para ver y apostar al matungo preferido. Así comenzó con apuestas descontroladas, y en poco tiempo el dinero ahorrado de las duras semanas de trabajo se terminó. La timba, caballos, mujeres y la noche, lo llevaron a caminatas solitarias y taciturnas pensando en cómo recuperar la guita.
Pronto llegó una carta de su hermano menor, Juan. Su madre hace meses yacía enferma y el trabajo en el campo escaseaba. Todo se gastaba en remedios. La vergüenza invadió a Francisco, se sentía culpable por no cumplir su promesa, y  en una noche de lluvia, sus lágrimas de rabia se confundieron con las del cielo.
Fue entonces cuando decidió conseguir el dinero de cualquier forma. Había crecido en una familia de férreos valores de honestidad. El trabajo era el medio para vivir decentemente, pero el agua le llegaba al cuello y desesperado decidió robar la recaudación del hipódromo.
Alguien le consiguió un arma, no se parecía a la escopeta que usaba para cazar los quirquinchos y  corzuelas, pero serviría para el atraco. Con la palidez de un muerto, ese sábado se encaminó con decisión a la boletería, apuntó y tartamudeando  ordenó que le dieran todo el dinero. Se alejó tan rápidamente como sus agiles y largas piernas le permitían. Esquivando los autos cruzó la avenida.  Con el latido en el cuello y los ojos desorbitados paró a un taxi.
Tenía todo listo, un bolso preparado y guardado en la estación de tren. Escaparía en el mismo tren que lo acercó, a un mundo glorioso y miserable, para volver a su pago como un delincuente. Sólo deseaba partir. Ya nada importaba más.
Miraba nervioso el andén, y cuando el tren se movió luego del  silbato agudo de la locomotora, tuvo un sólo pensamiento: - ¡Todo estará bien mamá!
Fue lo último, antes que dos guardias de azul, lo llevaran arrastrando por el pasillo y se perdiera por la puerta del vagón.   


Gabriela Coromina©   

ALLEN


ALLEN

12 de agosto de 1980 Fragmento del diario del capitán Ernest Kohl.

[…] Dicen que el capitán se hunde con su barco: ¡qué equivocados están los que piensan así! Si el barco se hunde es porque no hay capitán, así de simple. ¿Por qué continúo escribiendo en estas condiciones? Por la misma razón que cualquiera que no tuviese esperanza se aferraría a lo que más ama; en mi caso es escribir. Afuera, Allen no se calma, continúa furioso y no merma su ira. La tripulación me sigue respetando; en otro barco ya se hubieran amotinado. Take these chains from my heart, se alcanza a escuchar con cierta interferencia la voz de Ray Charles a través de mi vieja radio.

La tripulación sigue trabajando duro, todos se encuentran en sus puestos aunque sepan que van a morir. Por tal razón los contraté; porque desde el primer día que se alistaron, vi en ellos la mirada del auténtico lobo de mar, la mirada de marineros suicidas que en cada atraco buscan sirenas en los bares como si fuera la última vez que tocan tierra. Así se vive la vida en la mar. Es por eso que debo de protegerlos y procurar que hasta el último minuto el barco y todos sus habitantes den todo de sí; de lo contrario desde que dieron parte de la tormenta, ya los hubiese dejado a su suerte.
Como marinero, no le temo a la muerte mas sí al mar. A excepción de la imposibilidad de reconstruir escenarios ficticios a voluntad y a la incapacidad de evocar momentos perfectos, para así, a través de ese miedo decidir ser marinero y desafiar a la muerte y mostrarle que en éste mísero mundo aún queda un mísero humano con algo de voluntad. Miserable vida. Miserable vida… Y maravilloso destino de una realidad inventada en las que mis gritos llegan desde Neptuno hasta mis tendones. Y ahora interrumpe el concierto de Ray, I know that you know con ‘King’ Cole. ¡Qué absurdo! ¡Qué absurdo! Y lo digo dos veces porque entre la primera y la segunda afirmación hay mucha diferencia, y seguramente habrá un abismo de diferencias si lo llego a afirmar una vez más: sería entonces gramaticalmente correcto al tiempo que soy semánticamente imperfecto.

Así es cómo guío el timón de mi barco – y por qué no el de mi vida – y aunque ellos lo saben, no hacen nada para evitarlo. Eso es lo terrible de todo el asunto, que lo saben y no hacen nada y se están rindiendo. Que lo esté afirmando y no lo contrario, es decir que estoy enfermizamente lúcido, que mi cuerpo ha sido invadido por una lucidez decadente que pugna por levantarse cada vez que se encuentra sometida por un instinto – de supervivencia – ¿deberé entonces ser anuente con mis instintos, ser consecuente con mis acciones y dejar que ellos dominen mi existencia sin tener que preocuparme por un nuevo problema? He aquí en cuestión la ironía de mi enfermedad: continuar enfermo y pútrido por dentro mientras veo cómo el barco se hunde sin un capitán y enciendo mi pipa a la vez que el mar acaricia la punta de mis pies.

Hugo Alejandro Giraldo Mejía©

EL GRINGO


Era un 14 de junio, el mes más crudo del invierno, la niebla cubría ese par de islas olvidadas al sur del mundo. Las densas nubes se iluminaban por el fuego de los proyectiles… Y el viento helado cortaba sin piedad la parte expuesta de la piel.
Allí estaba Larry O’neill, el menor de seis hermanos comiendo lentamente un trozo de chocolate. Sentado en un improvisado banco hecho con unos cajones de manzana, con el fusil apostado entre sus piernas, mirando fijamente a ese maraña de hombres apiñados unos contra otros soportando el frío.
Él sabía que no corría peligro ante las atentas miradas de esos seres desnutridos. Se notaban que no tenían fuerzas, sólo para gritar de vez en cuando un “hijodeputa”, algo que de haber prestado atención en sus clases de spanish, sabría que significaba.
El viento helado incansable movía las chapas del galpón. Afuera algunos estruendos de balas lo transportaban diez años atrás, a las charlas en el pub de Belfast con sus amigos, las marchas contra los invasores protestantes. La nostalgia de los que se fueron el domingo en el barrio de Bogside, de la ciudad de Free Derry (Londonderry para el resto del mundo). Pero claro, otra era la situación, otro era el lado. Pagó caro ese pecado de juventud, ahora era un sargento del 2° Batallón.
Unos llantos lo devolvieron a su presente. El colorado se acercó a esas personas. Sacó de sus bolsillos más chocolates y caramelos y los repartió. —Gracias gringo— Dijo uno. O’neill sonrió con esa sonrisa de inmigrante que muchos conocían de sus pueblos. Y por unos minutos, los hombres comieron en paz.


Walter Arias©

A DIARIO...


Todo terminará a las 6:00. Todos lo saben, pero eso no los deja más tranquilos.
Son las 0:00 y el guardia de turno empieza su recorrido. Hoy le toca al pelado Rodríguez. Un tipo tosco por fuera pero cobarde por dentro. De esos que ocultan su miedo tras la careta del “no me importa nada”.
Realmente no sé qué hago aquí, no soy un tipo de mala calaña, solo cometí un error.
Rodríguez pasa por mi celda pero no me ve. Las luces se apagaron, como siempre, a las 22 y su obligación es controlar que todos estén dormidos pero, él está ocupado solo con cumplir el recorrido. Sabe, como todos los que tienen un tiempo entre estas paredes, que todo terminará a las 6:00.

Es la 1:00 de la mañana.  A veces pienso que escribo sólo por sentir que existo. Es la necesidad de ser después de tanto anonimato. La necesidad de sentirme vivo.
En otro lugar, no muy cercano, no muy lejano, las luces se encienden y comienzan a escucharse extraños ruidos. También puedo oír la respiración de mis vecinos de celda. Todos acostados, ninguno dormido. De pronto el silencio acompañado del frío. Alguna garganta que se convierte en nudo. No los culpo. Todos sabemos que dan ganas de esconderse bajo la apolillada frazada y repetir hasta el hartazgo que todo terminará a las 6:00.

Son las 2:00. El frío se hace visible y se cuela entre las piedras de las paredes. Rodríguez prendió la tele y se hizo un café. Algunos pensarán que es para pasar el tiempo, pero ese pensamiento dura hasta que ven al cura avanzar por el pasillo hasta la celda 23 y entonces, el ruido de la televisión no es suficiente para tapar la confesión. Todo terminará a las 6:00.

A eso de las 3:00, las luces vuelven a prenderse. Una extraña figura oscura acompaña unos pasos atrás al pelado en su ronda. Todos sabemos quien es, todos conocemos al Gran Verdugo. Rodríguez continúa su marcha, la figura se detiene amenazante ante la celda 23. Lo sé porque estoy en frente. Las luces se esfuman. Él sigue ahí. Todo terminará a las 6:00.

De 4:00 a 5:00 todo lo que se siente es un llanto desgarrador. Muchos compañeros ya no soportan lo que se viene. La cárcel se vuelve helada y la angustia del llanto te penetra en el pecho hasta desear morir. Muchos compañeros se quitan la vida entre las 4:00 y las 5:00. Nadie los descubrirá hasta las 9:00, cuando se haga el cambio de guardia y haya una nueva ronda. Mañana sólo quedarán los sobrevivientes; aquellos que saben que todo terminará a las 6:00.

Son las 5:00. La extraña figura ha desaparecido. Una luz anaranjada se enciende en todo el recinto. Afuera el pelado Rodríguez simula estar dormido. Adentro, un grupo de policías se para frente a la celda 23. Vienen a llevarse al hombre de cicatrices en el rostro.
Dicen, que las cicatrices son los rasguños de las personas que mató. Veinte en total: seis mujeres, cuatro hombres y diez niños. Se lo llevan a rastras, él grita maldiciones mirándonos a todos.
A las 5:45 las luces se vuelven intermitentes. Luego, un apagón repentino y un olor a quemado. El hedor a carne chamuscada rellena las fosas nasales de los que aún están vivos.
Los que han muerto, se agolpan en las celdas que alguna vez ocuparon. Dicen, que la maldición continuará cada vez que se pierda una vida.

Son las 6:00. Un poco más blanco que al ingreso, el pelado Rodríguez se para para hacer la ronda. Los rayos del sol despuntan. No sé qué prosigue.
Las paredes de la cárcel me succionan borrando mi relato de a poco. Volveré cuando vuelva la noche, como cada noche. No debí suicidarme. Debí esperar, sabiendo que todo terminaría a las 6:00.
Miriam Frontalini©